Estos días he estado escribiendo un artículo sobre la sexualidad en la edad madura y me he llevado una grata sorpresa. Aunque todavía no pertenezco a esta tribu dentro de unos años formaré parte de ella. A pesar de que los jóvenes “supuestamente” estamos mucho más preparados y hemos sido educados con mayor libertad que nuestros mayores, la experiencia es un grado, y nos guste o no, ellos nos ganan por goleada.
Existen grandes diferencias entre ambas generaciones. En la mayoría de los casos ellos sólo han mantenido relaciones sexuales con sus parejas. Desconocen lo que es el sexo sin amor. Han comenzado mucho más tarde. Su educación sexual era en apariencia mucho más escasa. Los medios con los que contaban eran mínimos y la visión social y cultural del sexo mucho más cerrada. El porno era inaccesible. El único vibrador existente era el de las varillas de la cocina con mucha maña y bastante pulso y las 50 Sombras de Grey sí estaban a la sombra y no como ahora mismo que toman el sol y en topless.
Así que ante este panorama no han tenido más remedio nuestros abuelos que ir descubriendo su sexualidad poco a poco, rompiendo barreras que parecían infranqueables: las del miedo, las del pudor y las del párroco del pueblo, pero bien cierto es que el amor podía con todo, y el frío más. Se desnudaban poco a poco, en la penumbra y en silencio. Se tocaban. Se abrazaban y temblaban. Cuando nosotros leíamos en alguna revista lo que era el punto G, como si estuviésemos descubriendo América, ellos ya tenían el punto tan usado que parecía ya una coma. Y las posturas del KamaSutra, el libro de sexo más antiguo de la historia estaba más estudiado que las cuentas para llegar a fin de mes, de la A a la Z.
Dicen que el amor da paso a la complicidad. La complicidad al cariño y el cariño al “Pepe no me jodas”. Los jóvenes presumimos de liberales o libertinos, de valientes, cañeros e independientes, pero seamos realistas, en el fondo y no tanto en el fondo, todos aspiramos a tener una relación para toda la vida. A alguien que nos acompañe, que nos grite, alguien con el que chocarnos en la cama al darnos la vuelta. A alguien que nos diga: ¡Apura que llegamos tarde!. O que nos espere en casa con la cena hecha.
Y es que más de 25 años juntos dan para mucho. Para conocer cada pelo, cada lunar, cada agujero, cada escondite, cada pliegue de su piel. Dan para descubrirlo todo de principio a fin, redescubrirlo, decorarlo y redecorarlo. Dan para inventarse y reinventarse mil y una veces. Dan para enfadarse y amigarse 300 millones de veces. Dan para ganar y perder la pasión en infinitud de ocasiones. Dan para desnudarnos y vestirnos, pero lo más importante, conceden un privilegio que cada vez menos parejas cuentan con él: la experiencia de toda una vida juntos, algo de lo que las nuevas generaciones no podremos presumir nunca. Lo dicho, nos ganan por goleada.