ANÓNIMOS

ANÓNIMOS

Eran tan altas las torres que no dejaban ver lo que había detrás, en el horizonte. Una jungla de cemento, acero y hierro habitada por seres desconocidos que vivían aturdidos por el ritmo de las prisas, las carreras, “el no llego” o el “ya llegué tarde”. Especies de lo más variado que iban y venía, corrían a veces sin saber por qué, chillaban sin comunicarse.
Vivían solitarios y bebían en el río del anonimato que los hacía creer libres.
Las dos chicas empezaban su jornada laboral a la espera de la llegada de algún solitario cowboy en busca de amor o desamor para su entrepierna. Ellas ajenas al mundo. Y su mundo a millones de kilómetros, ignorante y feliz cada vez que llegaba la remesa correspondiente que les permitía comer, tener una educación y pagar una vivienda con aquel dinero conseguido con una falda y unas plataformas de algo más de 15 centímetros.
Pavoneándose de acera en acera como si la calle fuese sólo suya, la mujer de la gabardina beige y el paraguas de cuadros, a pesar de los 33 grados dirigía a una manada de orientales de un lado para otro explicando todo lo que en la selva se podía ver o adivinar. A la derecha…A la izquierda…Al frente…Una foto…Dos…Tres…Parada técnica a la puerta del gran centro comercial. ¡Cuidado con las carteras!. ¡Llegan las leonas con hambre de lo ajeno!.
Dos jóvenes muestran su amor a la luz del día. Fuera de la oscuridad de aquellos armarios en los que han vivido los primeros años de su vida. Se besan con la naturalidad y el descaro que “el que dirán” les permite. Son libres y hacen planes de futuro sin preocuparse ni lo más mínimo de los cazadores de lengua fina por los que fueron perseguidos durante siglos.
Los que suben y bajan bandera conversan con el señor que da cera y pule cera. Los primeros se quejan de la falta de seguridad y la escasez de carreras. El segundo de la llegada del calor y el cambio de calzado. Las sandalias y el esparto no necesitan brillo. Los antiguos cines y palacetes que daban aires de realeza a la gran calle se adaptan a la llegada de una nueva especie. Con menos pedigrí que la de antaño, pero con más fuerza y juventud. Por esos inmensos portales por los que habían entrado señoras con olor a alcanfor y perfume francés, ahora salían niñas de shorts ceñidos, camisetas de tirantes y piercings de colores. Los bolsos grandes y las carteras llenas ya no se estilaban en palacio. Ahora las bolsas de papel y el dinero fresco en los bolsillos traseros era lo que estaba “demodé”.
Y cuando algún reloj marcaba las 20. los neones comenzaban a parpadear: rosas, azules, naranjas, blancos, verdes y amarillos un arco iris de colores que indicaba que el espectáculo estaba a punto de comenzar
Tres trileros, una actriz, dos mangantes, un actor y una cantante. Un turista, un viajante, un taxista y dos farsantes. Una amada con su amante. Un viudo. Una estudiante. Dos provincianos. Un tabernero. Dos condes. Un guardia. Dos. Tres. Un príncipe y yo. Sorprendido, paseando, buscando el camino. Ansiando el horizonte, aquel que sólo se podía ver si mirabas hacia arriba, estirando el cuello, como hacen las jirafas para poder llenar su estómago vacío y tener vigiladas a las fieras en caso de ataque, pero yo no era una jirafa… ni un león, ni un tigre…

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