Con tres años soñaba que quería ser pintor, pero no pintor de brocha gorda, si no pintor de pinacoteca. Me regalaron un caballete, un maletín con acuarelas, paleta y varios pinceles. Una tarde dibujé un paisaje. Otra copié malamente unos girasoles. Ambas coloreé la cocina de mi casa en tonos pastel. Cuando mi padre me contó que la obra de Van Gogh no fue reconocida hasta su muerte y que él falleció en la más absoluta miseria, deseché esta idea. Además yo no estaba dispuesto a cortarme ningún apéndice de mi cuerpo para ser un artista de renombre.
Con 10 años soñaba que quería ser hombre del tiempo. Yo deseaba que nevase todo el invierno y poder ir a la playa todo el verano. Cuando supe que para ello tendría que estudiar todas las matemáticas del mundo mundial borré esta idea de un plumazo.
En la pubertad, sin pelo en pecho todavía y en pleno fervor hormonal acaricié la idea de ser actor, pero no actor de teleseries, si no un actor de verdad, de los de las películas en blanco y negro o de esos que durante semanas representan con éxito absoluto obras en Broadway. No había hecho teatro en mi vida, a excepción de aquellas pequeñas representaciones en el colegio. Un día una estudiante de interpretación me dijo que la realidad de la mayoría de los actores divergía mucho de su mundo teatral. Otra vez más «mi gozo, en un pozo».
Cuando cursaba segundo de BUP y empujado por una profesora de literatura muy “dulce” cambié los escenarios por las palabras. Ya estaba seguro. Sería escritor. Un escritor de los que ganan premios. Un Cela pero más joven y con mejor carácter. Esta idea rondó mi cabeza hasta que un año más tarde, otro mentor también de literatura me despertó con una colleja emocional, de esas que duelen mucho más. Otro plan fallido.
Y así llegábamos a COU ese curso en el que por primera vez en la vida uno tiene que tomar una pequeña gran decisión. ¿Y cómo no?. Yo lo tenía clarísimo. Sería periodista, pero un periodista de un gran diario nacional y a ser posible sin tener que correr muchos riesgos, en un despacho y con ordenador enfrente, a mí eso de irme a jugar la vida a Irak, a Afganistán o al “Congo Belga” no iba conmigo. Esta vez no fue necesario que nadie tuviese que intervenir para sacarme la idea de la cabeza. Una nota media de un 8,5 fue suficiente para “caer de la burra”.
En la década de mis 20 los sueños iban desapareciendo porque la realidad siempre llegaba a tiempo para despertarme. Empezaba a ser consciente de que no podía perder el ni un minuto en aventuras de ciencia ficción cuando yo pertenecía a la religión de: si no lo veo, no lo creo.
Hoy, y ya con los treinta bien entrados simplemente no sueño, últimamente ni duermo. Ahora sólo me dejo llevar por la realidad que de vez en cuando me recuerda aquello que siempre dicen las madres: ¡cómo protestes te doy!. ¡Y vaya si te da!. Una detrás de otra.