EL BARRIO

Durante 13 años viví en un barrio. En el barrio de la Magdalena, nombre en honor a la que fue patrona de mi pueblo (As Pontes) durante mucho tiempo, hasta que la Virgen del Carmen, no me preguntéis por qué, le sacó su reinado.

Tengo que decir que estéticamente no me gustan los barrios, ni el mío, ni ninguno, pero también reconozco que gran parte de ellos tienen su encanto. El encanto que le confieren sus gentes. El mío también.

Señoras en bata de “boatiné” que utilizan cualquier excusa para bajar a la puerta a afilar la lengua con otras vecinas.

Chicas que se toman la licencia de mascar chicle a destajo, subirse a tacones de 20 centímetros, enfundarse en faldas tubo que dejan ver toda la longitud de sus piernas y que ahora cariñosamente se les llaman “chonis”.

Chicos que en mi época se dedicaban a atemorizar a los más débiles, y que ahora prefieren emplear su tiempo en perforar y dibujar cada una de las partes de su cuerpo.

Padres de familia que reparten sus días de ocio entre el bar y los palillos que chupan y chupan como si no tuviesen un bocado para llevarse a la boca.

Niños que corretean ajenos a la naturaleza de su panal, juegos interrumpidos siempre por el grito de la abeja reina: ¡Pablooooooo, a comeeeeeeeer!.

Adolescentes que fuman a escondidas en portales o solares abandonados como si por absorber el humo de ese cigarro les fuese a regalar 10 años más para poder entrar sin problemas en la disco de turno.

Malotes que ensucian las paredes con sprays firmando con un apodo irreconocible para marcar su territorio, al igual que algunos animales cuando orinan.

Pasearse a mediodía por un barrio es una buena forma de acercarse a nuestra dieta más mediterránea. Olores que inundan edificios de bloques y por los que puedes averiguar que es lo que cada vecino va a comer en su casa ese día. Primero derecha: lentejas. Primero izquierda: cocido. Segundo derecha: pescado. Segundo izquierda: canelones. Tercero derecha: hoy no comen en casa…y así hasta el final. Planta por planta.

En todo extrarradio que se precie hay una tienda o centro de calceta lingüística para mujeres. Un bar o templo futbolístico para hombres, y un Kiosco o lugar de encuentro de abuelos con muchas horas que matar.

Todos tienen una idiosincrasia propia alimentada por sus gentes y que se va heredando de generación en generación. Al igual que ocurre en los programas de crónica social, un bloque de edificios es como un plató de televisión, todos saben la vida de todos. Todos cuentan la vida de todos. Todos gritan, especulan, inventan, imaginan, y muchas veces hasta sueñan con llegar a ser Belén Esteban, esa chica que un día fue chica de barrio y ahora es acróbata del circo televisivo.

¿Y por qué os cuento esto? Pues porque las semanas siguen pasando sin apenas novedades de alcance en mi vida. La primavera sigue sin llegar. Los clientes sin llamar. Los cursos en stand by.  Los dineros desaparecidos y yo atento a la llamada de la abeja reina: ¡Gonzalooooooo “al tajo”!.

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