Y MADRID SE QUEDÓ MUDA

Dicen que Madrid es la ciudad que nunca duerme, y estoy totalmente de acuerdo. Sus calles, sus bares, sus tiendas, sus gentes: gatos o foráneos siempre tienen algo que decir. Una gran ciudad, una jungla con animales de todas las especies y en la que muchas veces, al igual que ocurre en la selva, sólo llega al final el más fuerte, el león.

Aquel día de hace 9 años me levanté a las 7 como de costumbre. Ese año yo estudiaba dos cursos de publicidad en la facultad y por la mañana estaba trabajando como becario en una empresa en General Díaz Porlier.

Cuando salí de la ducha escuché la palabra atentado. En ese momento mi mente me llevó de nuevo a Irak, donde una cruel guerra se estaba cobrando cientos de vidas todos los días. Salí a la calle y camino del metro apenas me crucé a cuatro personas. Era extraño.

A la entrada de la estación, en la línea 5 se agrupaban varios viajeros. Dos guardias de seguridad nos impedían el acceso al andén. Yo que estaba escuchando música con mi discman, no logré entender lo que ocurría, hasta que una señora comentó: ha habido un atentado en Atocha. Diez minutos después y cuando ya nos dejaron acceder al tren, me subí, y sin saberlo y con la valentía que te da muchas veces la ignorancia me dirigí a mi trabajo. Cuando me bajé en Goya dos cosas llamaron mi atención: el silencio total y absoluto de la ciudad, interrumpido únicamente por los pitidos de unas ambulancias que no paraban de pasar, y la falta de cobertura en mi teléfono móvil, por aquel entonces un Alcatel azul de MoviStar. Llegué a la oficina y los que eran mis compañeros me abrazaron con la misma efusividad con la que saludas a un hermano después de varios meses sin verlo. De fondo se escuchaba la radio. Las teclas de los ordenadores en silencio. Los teléfonos no sonaban. La cafetera se detuvo. Y el único ruido que rebotaba entre las paredes de aquel cuarto era el de un locutor que contaba el número de víctimas con una voz cada vez más débil.

Madrid estuvo durante 24 horas en paralizada, algo inaudito. El miedo se apoderó de la gente, de las calles, de los bares, de los mercados, de la vida. De una vida que se detuvo. Un mutismo que sólo se rompió el día 12 cuando varios millones de madrileños: gatos, y menos gatos mostramos nuestra repulsa, nuestro odio, nuestro asco, indignación y sufrimiento en la que posiblemente, y a pesar del frío y la intensa lluvia, haya sido la manifestación más numerosa vivida en la capital. Tapado con una bolsa de plástico en mi cabeza, allí estuve con mi prima Rosa y mi tía Celia. Sin apenas poder caminar, en ese momento y más que nunca, me sentí orgulloso de esta ciudad. Ese día fui consciente de que aquello que dicen que los madrileños te acogen con los brazos abiertos es totalmente cierto. Ese día todos fuimos gatos, gatos de Chamberí. Y nuestro maullido, rompió el silencio. 

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